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No escribir: las fronteras somos todos


“Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos.”

Fernando Pessoa

Cuando estamos viajando y cerramos los ojos las cosas vividas se desordenan adentro y sólo así adquieren sentido.

De Necochea arrancamos para Neuquén gracias a las lamentables sugerencias de un lugareño que nos habló pestes de Bahía Blanca. ¿Tenía razón? Ahora lo dudo. Una vez en Neuquén y asumiendo que todas las ciudades son iguales, o por lo menos conservan esa lógica afín a la apatía y a la ramplonería, nos embarcamos para Villa El Chocón, un pequeño complejo urbanístico que sirve como asentamiento a cientos de trabajadores de la represa que lleva el mismo nombre de la Villa y lugar en el que se encontraron, en 1993, los restos del Giganotosaurus carolinii que yacen expuestos al público en el museo Ernesto Bachmann, el cual, por otro lado, cuenta con una amplia selección de sedimentos fósiles de otros reptiles prehistóricos -terrestres y marinos- que fueron encontrados en la zona o concedidos por otros museos paleontológicos: réplicas de huesos, huellas, piedras cretácicas, etc.

Nos hospedamos en un camping a contados metros de la represa cuyo profundo azul contrastaba asombrosamente con el caoba de sus gigantescas formaciones pétreas y el antojadizo verde de sus extendidas praderas. Escribir o describir este lugar es un insólito literario: uno necesita renunciar a las letras y en vez de llenar páginas debe atiborrarse de asombro y después resignarse y aceptar la dolorosa distancia que lo separa a uno de la alegría del lugar, en el que la memoria se pasea de forma errática y voluntariosa inventando los recuerdos de una vida terrenal que parece coincidir plenamente con portentos de consonancias sobrehumanas. Este es mi insólito, algo pomposo, pero bueno, supe soportarlo.


Proyectil de viaje, de fracaso e imposibilidad:

La escritura es una actividad inútil, pero necesaria e inevitable. Digo inútil porque está llena de sinsentidos y viciada de incompatibilidades. Juega en contra hasta del escritor. Necesaria e inevitable porque guarda los mismos métodos que tiene la droga para hacerse de sus adictos, uno prueba, pica, vuelve y queda ahí, postrado, lleno de palabras y de hojas en blanco y de frases y de cosas no escritas, pero con la voluntad de volver a la soledad para oscurecerlo todo y trastornar cada gramo de realidad. En escritura no hay medida que pueda aplicarse al horror de falsear la vida, de vegetar entre el afuera tanto que uno termina por creer que ese afuera es la propia intimidad.

Un viaje de 7 horas nos llevó a San Carlos de Bariloche. Una ciudad encantadora erguida al lado del lago y parque Natural Nahuel Huapi. Escribo en una servilleta de hotel barato: Después de tanto tiempo, vuelvo a ver una montaña, con su todo inseparable. Y la miro escondidito abajo de su sombra y asedio su estampa, desde su adentro, desde mi afuera, y redescubro mi sonrisa y mi memoria. Uno sólo recuerda lo que ha olvidado, el resto es presencia.


Rodamos en la ciudad y en un par de cerros sitiados por picos nevados y lagos inquebrantables. Nos encontramos de frente con el frío. Un frío suculento pero ameno supo recordarnos nuestra natal Bogotá, porque así es esa ciudad: fría y flemática y gris y enojosa. Pero hermosa. Los bogotanos, me cansé de decirlo a todo aquel o aquella que preguntaba por nuestra procedencia, no estamos en ojotas y musculosas todo el día corriendo detrás de gallinas en una selva a orillas del mar y con una temperatura de 35°. Bogotá mantiene la temperatura de un otoño más bien tranquilo sin el grandísimo detalle de las hojas bailoteando por el aire y tapando el alcantarillado. Bogotá, tal cual como se nos presentó Bariloche en los 5 días que la ocupamos, es una ciudad orgullosamente fría y proteica: en un mismo día puede ser presa de un lacio sol bien andino y certero, seguido de una voluntariosa lluvia capaz de desdibujar todos los pasos.

Uno de esos días nos escapamos a El Bolsón. Lugar donde indudablemente pudo haberse grabado alguna parte substancial de la trilogía de El Señor de los Anillos si Nueva Zelanda no hubiera funcionado. En El Bolsón cualquier par de manos puede encender el alumbrado público o preparar deliciosos postres de frutos rojos o escribir historias de duendes y hadas. El Bolsón es un bosque y una montaña, es un pino y un copo de nieve, es agua, también, que lo sumerge a uno en cualquier relato de los hermanos Grimm. Allí, si hay alguna oscuridad, ella se llama nube. Es una tierra sibila, que guarda para sí memorias antiquísimas, surgidas de soles quiméricos y presumidas lunas de queso. Allí todo se transmuta en imaginación y espejismo: imaginación que se esconde y espejismo que se encuentra, imaginación que aparece y espejismo que se va. Alucinación. Ojo, palabra justa. Este hermoso valle bañado por el río Quemquemtreu (del mapuche mapudungun que se traduce como “barrancas abruptas” o “río que cuncunea”) deja la sensación de que cualquier indicio de un Dios se resume única y exclusivamente en leyenda natural o, precisamente, en naturaleza misma. Tal vez por eso la ciudad está atestada de hippies, agradables o desagradables, no importa, son hippies al fin y al cabo. Si uno quiere ir al cielo debe subir al cerro Piltriquitrón. Así de sencillo. Allí nuestro actor gritó en un despeñadero que, sin contriciones de ningún tipo, pudo haber presenciado el nacimiento del mundo.

De vuelta en Bariloche lamentamos no probar los chocolates tan recomendados de la región, pero nos desquitamos tímidamente con algunas cervezas artesanales que supieron saciar nuestros mediocres paladares o la sed, que es lo mismo, mientras que el whisky barato Hiram Walker, con un exceso firme y juicioso, supo solventar livianamente la totalidad de nuestras monomanías durante tres noches consecutivas. Una mañana con 2° de temperatura, un cielo despejado y un lago hecho escarcha salimos para Puerto Montt, Chile. Esa mañana, con el frío acariciándome los huesos, pensé que Bogotá había sido un simple, pero gentil reflejo.


El paso fronterizo internacional cardenal Antonio Samoré, alzado sobre los Andes argentinochilenos, estuvo adornado, en abreviados pero robustos tramos de alta montaña, por blancos y gélidos paisajes que no tienen nada que envidiar a Los Pirineos. Una vez llegados a la aduana chilena todo fue un caos.

No entro en detalles de lo que pasó pero sí en el por qué pasó: El prejuicio –justificado o no- contra los colombianos es un tema como para rastrear y llenar varias bibliotecas. Chile es un país próspero, económicamente hablando, y esta es, tal vez, la única razón por la cual se ha llenado de gente de Colombia en los últimos años, de la misma forma como Argentina con su formidable bandera de políticas públicas –en relación a todos los países sudamericanos exceptuando a Uruguay cuyas políticas son ya demasiado sólidas e inclusivas- ha atraído a miles de adolescentes y jóvenes colombianos en busca de educación pública de calidad. En Colombia todo es privado y lo poco público que hay o es de muy difícil acceso -como la educación que puede cubrir, con suerte, al 20% de los colombianos en edad de estudio- o de muy mala disposición administrativa y ejecutiva -como la salud, que francamente arrastra a millones de personas si no es a una muerte acelerada, sí a guerras burocráticas que sólo terminan con la miserable descomposición en vida de los demandantes-.

Ahora bien, son dos migrantes completamente diferentes los que recibe Chile y los que recibe Argentina. Los que van a Chile generalmente son personas de clases sociales históricamente excluidas y vapuleadas por la violencia, que sufriendo un desempleo crónico, desplazamiento forzado o pobreza incondicional, además de la imposibilidad de hacerse de un futuro en su país, decide ir en busca del mismo, al lugar más cercano y floreciente donde no pidan visa: Chile. Hay que anotar que a los colombianxs, y sobre todo después del fenómeno del narcotráfico y todos sus derivados, nos piden visado para ingresar a 162 países de los 194 que según el diccionario Larousse en su tradicional edición ilustrada de 2013, componen la geopolítica del mundo. De esta manera, y generalmente, las personas que llegan a Chile salen del país sufriendo un proceso de marginación extremo desde donde se le mire y van en busca de posibilidades -sobre todo- económicas que les permita hacerse cargo de sus propias vidas y de paso ayudar a los suyos en la distancia. Lo que muchos no saben, o prefieren ignorar, es que para entrar a Chile prácticamente se necesita, o ser blanco y rubio y llegar en avión o tener mucho dinero para declarar, dos características fenotípicas y materiales, que no son muy propias de la gente del pacífico colombiano, que es la que estadísticamente más ha migrado en los últimos años. Sin embargo, está claro que al igual que en la Argentina, el hecho de que cualquier parroquiano entre al país, con las mejores intenciones bien sea a trabajar, estudiar, de turista o lo que sea, no garantiza que algunos y algunas –como pasa en todo el mundo- no lleguen al país a hacer cualquier cantidad de cagadas. Es una lástima, pero pasa con los colombianxs y muy constantemente. Por ejemplo y para no ir tan lejos, los inventarios de detenidos extranjeros en el mundial de Brasil son liderados por colombianos con asombrosos números de tres cifras en menos de 1 mes. Mientras en Chile y Argentina abundan bandas de delincuentes dedicados a las más execrables y condenables actividades humanas que proliferan en la nauseabunda y ultraglobalizada viña del señor. Una vez cruzada la dichosa frontera yo pregunté entre mis compañerxs de viaje: ¿Hay estigmatización contra la colombianidad? Silencio. Minutos eternos de silencio. Entonces respondí: No. Lo que hay es una irrebatible y lamentable realidad. En fin, estábamos en Chile y sus hermosos horizontes nos daban una bienvenida encantadora, girando en torno nuestro como la vida en los ojos de un ebrio.

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